La incondicionalidad de mi cuerpo

Viví una experiencia crucial, tan difícil como reveladora el 8 de diciembre de 2016. Sucedió con una caída muy peligrosa desde una motocicleta en la que viajaba como pasajera, muy lejos de mi hogar, y en un clima muy adverso, en medio de una gran nevada. La parte de mi cuerpo que padeció las consecuencias fue mi rodilla izquierda. Una de las mesetas tibiales, esa parte del hueso en forma de platillo que sostiene uno de los meniscos, se fracturó, no en dos, sino en muchos pequeños pedacitos que se hundieron, tal como si hubiese golpeado con una cuchara varias veces una cáscara de huevo, y también se desplazó de su lugar. 

En aquel tiempo, vivía fuera de Colombia y solo dispondría de un seguro médico activo hasta inicio del año siguiente. Es decir, un mes después del accidente. Dado esto, mi rodilla lesionada no pudo tener el tratamiento prioritario que requería a nivel quirúrgico y tuvo que someterse a la espera, guarecida dentro de una férula sin poder apoyarse y restringida en su movimiento. 

Así empezó para mí una época compleja: encontrarme en una condición de dependencia relativa de los demás para muchos procesos, con movilidad reducida, con dolor frecuente, con incertidumbre del pronóstico de una lesión que se repararía de manera tardía, a destiempo. 

En ese tiempo transitaba por una etapa muy densa y gravosa a nivel emocional. No era claro mi horizonte profesional, tenía una relación afectiva que se movía en una dinámica de abuso psicológico que yo misma estaba perpetuando y alimentando de alguna manera… Recién sucedió el accidente, me ilusioné con la posibilidad que mi pareja cambiara, teniendo este evento como punto de inflexión. Ahora tomo conciencia del error de percepción que cobijaba: abrigué la ilusión de que el otro cambiara. En ningún momento de ese inicio llegué a pensar que era yo quien necesitaba enfrentar un proceso de transformación. Evidentemente, él también… Pero todos los seres humanos nos hemos de enfrentar a una realidad adulta y honesta: somos responsables de nuestro propio cambio; mas no nos compete forzar, tejer ilusiones o entrometernos en el proceso de  cambio de otros. No es real que lo externo defina completamente nuestra dicha o desgracia; en ello influye mucho más la manera como nos posicionamos, reaccionamos y decidimos actuar frente a los demás y a lo que sucede. 

Además de ilusionarme con que mi pareja cambiaría, tuve un gran miedo que alimenté en silencio: el miedo de no tener mi mente en condiciones favorables para servir de apoyo a mi cuerpo en su sanación. Me sentía la mayor parte del tiempo pesimista, deprimida y agobiada. ¿Cómo iba a ser posible que mi rodilla tuviera una recuperación exitosa, si todo lo que estaba expresando en ese momento de mi vida eran emociones «de baja vibración» , viviendo desmotivada y sin claridad sobre mi propósito en la vida? 

Jamás verbalicé ese temor, hasta hoy cuando me doy el permiso de escribirlo. Ese fue el paisaje del punto de partida de mi proceso de recuperación y no resultaba muy alentador a simple vista. 

Esta experiencia fue toda una lección de la vida a muchos niveles. Pero hoy me inspira compartirles lo que viví siendo testigo del papel protagónico de mi cuerpo, en el que se posicionó como mi gran maestro aunque yo lo creía débil y supeditado por completo a los dictámenes de mi mente. Me demostró algo muy diferente. 

Mi rodilla estuvo parcialmente inmovilizada a través de una férula removible. Mis pasos fueron asistidos por un par de muletas, que al inicio miraba con reticencia, pensando que no sería capaz de domarlas. Pero poco tiempo después, pude ser testigo de las maravillas adaptativas de mi cuerpo; de su capacidad para aprovechar sus recursos propios y los medios externos disponibles para lograr funcionar para mi beneficio. Así fue como pronto me vi maniobrando las muletas para ser capaz de movilizarme por la casa, para mi higiene personal, para preparar mis alimentos, limpiar la cocina, llevar los platos a la mesa, recoger los platos de la mesa… Mi cuerpo era capaz de afinar sus movimientos para que no tropezara, calcular las distancias, la fuerza, los grupos musculares precisos que debían accionarse para compensar el ausente apoyo de mi rodilla. Y ella, silente y paciente, aguardaba el momento de ser reparada. 

Mi cuerpo me dio la oportunidad de ser consciente de sus hazañas cotidianas; aquellas que todos ignoramos a diario porque suceden de manera  sincrónica, callada y usualmente automática, en su mayoría. Cuando la cirugía de reparación fue posible, 50 días después del accidente, ya había incubado aún más temores sobre mi evolución ante una cirugía tardía, sobre la rehabilitación de mi capacidad física, sobre la respuesta a mi primera anestesia general… Pero, contrario a lo que podrían esperar incluso mis cirujanos, el  tejido de reparación ya creado por mi propio cuerpo, en cambio de haber llevado a una consolidación defectuosa, fue la materia prima perfecta para ayudar a sostener aún mejor el material ortopédico. Fue una cirugía más que exitosa. 

En los días venideros, cuyos primordios fueron muy dolorosos, fui atestiguando la capacidad de mi cuerpo para desinflamar, para cicatrizar, para atenuar el dolor y, sobre todo, para aferrarse intuitivamente a la terapia de rehabilitación, generando una respuesta de recompensa y satisfacción después de cada sesión, aunque doliera. A través de la experiencia de miles de millones de años de evolución de la vida, los organismos vivos nos dotamos de una sabiduría que nos permite saber lo que nos hace bien. Los humanos nos jactamos a veces de ser ultra evolucionados porque contamos con esta nueva corteza cerebral… Pero los mecanismos de nuestra personalidad e hiper racionalización, nos han llevado también a desconectarnos de la relación con el cuerpo que habitamos. Es como si hubiésemos cortado los sensores de este vehículo, siendo estos sensores los que tienen la capacidad de darnos señales, mensajes de su funcionamiento, sus necesidades, sus averías, sus signos de alarma tempranos…  Y puede ser, que como a mí me pasó, muchos solo llegan a notar su existencia, su naturaleza milagrosa y hermosamente compleja, cuando se daña o se enferma seriamente. 

Mi cuerpo hizo divertido mi proceso de recuperación. Yo seguía en gran medida triste, desorientada, apática, despreciada por mis propios pensamientos. Pero sentir a mi cuerpo y vivirlo con más intensidad que en otros momentos, fue mi ancla en la existencia. Mi cuerpo me arraigó, mi cuerpo me salvó, mi cuerpo me hizo recordar. Estuvo conmigo y para mí, aunque mi mente estuviera ocupada en sus conflictos. Respondió agradecido a cada terapia, tolerando el dolor con gallardía, porque sabía que este dolor era un dolor de sanación; porque se estaba haciendo fuerte para ayudarme a dar los pasos que necesitaba. 

Diría mi querida maestra y psicóloga Virginia Gawel: “Me odié y no fui correspondida”.  Mi cuerpo me brindó su servicio de amor, más allá de mi propia mente consciente, más allá de mis estados, más allá de mi personalidad en ese tiempo. Se reparó a sí mismo a pasos agigantados para facilitar la transición a una nueva etapa de mi vida; se erigió digno y sabio para darme una lección sin palabras, para enseñarme sobre la confianza en la sapiencia de su propia naturaleza. Este hermano cuerpo fue diáfano y contundente en mostrarme que él era el camino, mi único camino para regresar a casa. 

Me atrevería a decir que hoy no concibo un sendero de autoconocimiento que no pase por la experiencia consciente del cuerpo, del contacto con él, de la humilde actitud de escucha curiosa que podemos (y debemos) desarrollar frente a él. Es nuestro carruaje precioso para transitar este viaje que es la vida humana y es nuestro mamífero más cercano; tan cercano, que no nos puede separar sino la muerte… Así es. El único matrimonio realmente declarado hasta el fin de los días en esta tierra, es la unión indisoluble con nuestra materia. ¡Qué magnificente traje vivo, dotado de propia inteligencia, fruto de eones, capaz de darnos las lecciones más prodigiosas en su callada, incondicional, incansable, detallada y fina orquestación! 

Cuando pasaron los meses de rehabilitación y recibí la amplia sonrisa de alivio y satisfacción de mi fabuloso médico tratante, me confesó que había sentido miedo por mí. Había sentido miedo igual que yo, ante la incertidumbre de un pronóstico que a nivel médico hubiese podido ser más sombrío. Para siempre guardaré en la memoria la insondable sensación de gratitud que me invadió. Gratitud por ese hombre increíble que me operó, por los seres entrañables que jamás me abandonaron; gratitud por la supremacía de la gran fuerza de la Vida, con mayúscula, la que me dio sustento más allá de todo, pese a todo y trascendiendo todo. Y gratitud al Hermano Cuerpo, maravilloso lugar en el que habito, mi amigo inseparable. 

Cuando superé este proceso, mi rodilla aún dolía cuando aumentaba la humedad en el ambiente, cuando subía escaleras, cuando permanecía por cierto tiempo en determinadas posiciones… Pero recuperó todas sus funciones. Y gracias a esta temporada desafiante que pasamos mi cuerpo y yo, viendo las metáforas escondidas en su lenguaje biológico, me dieron el coraje para tomar decisiones nuevas e ir hacia delante, aceptar lo que no tenía forma de articularse en mi relación afectiva, asumir la responsabilidad de haber tolerado y ejercido fuerzas nocivas hasta quebrantarme… Y también, llegar a abrazar la certeza que en mí existían los insumos para recrearme, repararme, sanarme y hacer algo nuevo con esta experiencia. Así, tal cual, como pasó con mi amada rodilla izquierda. 

Sé que me falta mucho, pero intento todos los días amarlo mejor. Escribo para despertar más mi conciencia,  para comprender más mi relación con él y el propósito de estar juntos.  Es el único ser sintiente del que no me separaré hasta el último aliento y anhelo escucharlo, cuidarlo, apoyarlo. Y anhelo transmitir este rayito de conciencia a todo aquel que tenga sus ojos y sus oídos listos para asimilar el llamado a volver a conectar con su naturaleza y reconocer al cuerpo como puerta de entrada, como camino inicial para llegar a las profundidades de su vasto mundo interno. Los invito a dejar de creer en las mentiras disfrazadas de espiritualidad  que nos compelen a despreciar el cuerpo, a maltratarlo y atacarlo, como si fuera un enemigo o un obstáculo para nuestra evolución. 

Darnos cuenta de este error de percepción cultural, religioso y familiar, nos permitirá expandir nuestras posibilidades hacia acciones más autónomas, amorosas, compasivas y conscientes hacia nosotros mismos y hacia los demás, en la travesía de nuestro auto cuidado y el viaje hacia la expansión de nuestra verdadera esencia, teniendo a nuestro Cuerpo, como perfecto carruaje y  grandioso compañero de aventura.  Y que … lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.

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Dorian • Salud para ti •

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